martes, 25 de noviembre de 2014

Nora, Magda y Lulú

    Es la cuarta vez que vengo a este restaurant. Desde que comencé a salir con Nora, cada viernes suelo esperarla hasta que sale de su trabajo, lo cual me da quince minutos de tranquilidad tras la rutina hasta que llega y bebemos algo mientras vemos qué hacer después. Hoy he llegado un poco antes, salí temprano del trabajo con la excusa de tener que realizar un pago bancario y me ha dado tiempo de comprar un libro para Nora. Aún dudo del impacto que esta lectura vaya a tener en ella comparada con la que yo presenté hace algunos años pero ya lo tengo aquí, envuelto torpemente con la bolsa de plástico de cortesía y la etiqueta del precio arrancada con las uñas.
    De nuevo me ha atendido la camarera más vieja del lugar, la más amable a la hora de las preguntas sobre los platillos y las más ágil en cuanto a la atención. Tengo la ligera sospecha de que ya me identifica: seguro sabrá que soy el tipo que espera a su novia los viernes por la tarde y que nunca pide aperitivos para hacer tiempo, seguro lo sabe. Ahora, por ejemplo, viene hacia mi mesa con una simple limonada dibujando una sonrisa sincera y accesible, ese tipo de sonrisas que marcan demasiado el rostro y que uno suele identificar en las personas que no muestran debilidad alguna pese a las amargas circunstancias.
    Regresando a lo anterior, creo que es demasiado temprano. Media hora antes en un lugar donde sólo puedo costearme una simple bebida antes de gastar junto a Nora me deja insatisfecho e incómodo. Hay poca gente a esta hora y, dejando de lado un poco eso último, debo admitir el porque me gusta esperarla aquí mientras acaba sus deberes y deja listas sus cosas para cuando regrese el lunes por la mañana a la labor. La tranquilidad que brinda este espacio aunado con el hogareño olor a cloro y lavanda entregan una especie de satisfacción para quien desea comer sin dudas sobre limpieza e higiene. 
 
    Han pasado apenas cinco minutos. No tuve más remedio que sacar el libro que he comprado y me he puesto a releer la descripción trasera de la contratapa. No entiendo por qué lo he comprado otra vez, comienzo a pensar que no fue una buena elección y ahora todo se torna en una necedad de querer sentir algo de nuevo al respecto. ¿Tendría que reprimir ese regalo? Es una buena edición.
    Mi bebida no ha recibido más de dos sorbos en los que llevo aquí sentado y la presencia de este nuevo libro no tarda en recordarme a Magda y los tiempos en los que ella significaba esta lectura, negándome verle a los ojos, mientras ella, centrada por el nulo pudor erótico del texto, se enfrascaba brutalmente en el seguimiento de las frases, las sensaciones, las palabras vulgares que desmenuzaba una a una a cada letra de una redacción excelsa en la que perderse era el primer paso.
    La imagen no tarda nada en presentarse en mis ojos y no reparo en más que sus manos: firme sostén de mantenerse en equilibro entre el mundo de Lulú y en el panorama que Magdita olvidaba. Habría de maldecirme en todas las maneras posibles si olvidara aquella vista hacia la muchacha de los cabellos grasos con tremenda hambre de redacción, siendo la sutil excusa de percibir su presencia por entre la demás gente que va y viene y que poco he reparado en notar. La tengo aquí, frente a mí, siempre otorgando el silencio con la mirada baja y el oído fino, escuchando mis breves comentarios a la par de un capítulo más. «¿Y luego, apoco no pudieron con la carga de trabajo de ese mes?», respondía por mi pereza expresada entre mis quejidos y suspiros, dirigiéndome miradas cortas sin perder el hilo de la conversación y dándome a imaginar lo húmedas que estaban sus bragas por el drama de Lulú.

    No creo tener tanto esperando y, sin embargo, el sentido del tiempo ha pasado a quedarse de lado. Nora suele retrasarse un poco con ese suave caminar que tiene y no me extraña su tardanza con lo que apenas le conozco. Ahora, justo en el lapso en el que suspiro por el simple capricho de quererlo, abro el camino prestablecido de entrometerme de nuevo hacia la contemplación imaginaria de tan hermosas manos, apoyándome fijamente el mentón sobre la base del libro y entrecerrando un poco los ojos, enfocando suavemente el blanquecino tono oliva de su piel. Es la quietud con la que se mantienen posadas el delirio en el que ahora me pierdo, de nuevo, en un silencio que se produce por flujos químicos y deseos del subconsciente de los que me veo previsto y faltante. Vacilo así, escondido entre perfumes de añoro en el que aprovecho la tardanza de mi chica para un refugio culpable de la belleza de Magda, prestableciendo un paréntesis elemental para semejante presencia más que elaborada.
    Conforme se beben los cafés y las pláticas comienzan a escucharse, ella persiste en la lectura y asoma la mirada. Levanta la vista cada cierto minuto, indagando en la manera en la que le observo mientras deja percibir una pizca de indiferencia y un estímulo cada vez mayor al ir leyendo las palabras que Lulú pone en su boca. Pinche Magdita, portando esos tonos oscuros entre un torpe chaquetín de cuero y las botas gastadas, adornados a la vez por un verde militar en la mini falda y sólo mostrando la desnudez de sus manos: limitando hasta en mis rutinarias alucinaciones la idea de un fin en el que no puedo siquiera disponerme a sobrepasar. Es de notar el tiempo que se alarga en mi espera y esto continua, siendo ya el guiño tras las gafas de Magdita la señal de que Lulú ha llegado y que, claramente, puedo olvidarme de Nora.
    ¿Quién seré al momento de perder el control ante la lujuria que esto conlleva? Me ha sobrepasado el límite de lo que tolero ante tales circunstancias y me veo, una vez más, entre el nudo en la garganta que me invita al flujo existencial y la pared enana de la fidelidad ante una visualización tonta e irreal. Sin embargo, está justo ahí y la encuentro hermosa, al tiempo en que cierra el libro e interrumpe mi mirada penetrante y extendida de deseo, enviándome esa serie de mensajes subliminales en los que me he encasillado con ese tonto libro. Qué puedo hacer sino dejarme perder aunque sea en esta introvertida fantasía que ha comenzado con el llamado de unas delicadas manos y que ahora describo con ansias de un guarro desdén; nada afectaría en cuanto a Nora sólo y, tal vez, que llegase a encontrarme sentado e inmóvil, perdido y solo en una mesa aislada de este lugar en el que la espero los viernes desde hace dos meses sin saber qué me está pasando.

    Lulú es la que me mira desde unos metros de distancia, sin intenciones de acercarse en lo más mínimo, invitándome a tirar el libro por la ventana y aprovecharme de ella con lo que he entendido de esa lectura, de su escritura, de todas esas situaciones que me sé de memoria y de las que me he perdido durante este último año. Procuro seguir y la inquietud que viene tras el coqueteo en el que se ha emprendido no da más que tiempo muerto y una idea vaga de conciencia en donde aún queda Magda, mi Magdita y el centenar de actos reprimidos que nos llevaron a distanciarnos y el mal sabor de impotencia que ha quedado de todo ello.
    Es el recuerdo de su negación inquebrantable el que perdura, el sinnúmero de ediciones que he realizado a lo que bruscamente paramos sin discreción lo que me trae a esta clase de actos bajos. Imágenes intrapersonales que he implantado para tenerme como propietario de hechos embarazosos y privados en los que no fuimos más que eso, un fingir de sentimientos que poco puedo explicar. El aroma de Magdita no concuerda con la idea, ni el atuendo, ni siquiera esas gafas que ahora muerde mientras frunce el ceño tan sensual. Seis tragos de limonada en mi estómago y ninguna droga. Un tiempo perdido.
    Recién cierro y abro los ojos para despedir esa idolatría ya abnegada cuando encuentro con la mirada a Nora arribando al restaurant. Se ha arreglado demás y lo noto al instante, mientras camina hacia mí reparando a dar un simple saludo a la vieja camarera quien me señala con alegría. Se ha soltado el cabello antes de entrar y porta un suéter nuevo, uno muy de su gusto y nada peculiar. Me sonríe mientras se sienta conmigo, me obliga a olvidar de nuevo todo este embrollo, a decirle lo bien que se ve para salir esta noche.




    Kenne Gregoire, Jonge Schilder en zijn Muze

jueves, 15 de mayo de 2014

Tim Bowness

    Aún no estaba acostumbrado al nuevo ruido del motor de mi viejo auto y tenía miedo de joderlo todo.  Apenas un día antes había ido a recogerlo al taller, después de una inversión que, todavía hoy considero insensata, pero que en aquellos días había sido un lujo innecesario que decidí realizar a insistencia de mi padre. Era una suspensión nueva y desconocía ese nuevo rugir, lo cual no me impedía acelerar un poco más siempre y cuando todo estuviese bajo el debido control.
    Cada que pienso en la restauración de aquel carro se viene a mi mente la presencia de Laura, la chica con la que salí ese verano. La había conocido antes de terminar ese semestre y había quedado estúpidamente enamorado de ella, lo cual era un amor basado en tardes en mi casa o conduciendo sin rumbo previsto, perdidos y unidos e idiotas, cada vez más lejos; así: despreocupados y ocupados, mientras los castaños caireles de Laura latigueaban a través de la ventana para perderse en el brillo del sol de mediodía y mi mano iba reparando en el ardor de sus bragas ante su despiste.
    Fue ella la primera que subió a mi auto después de arreglarlo, de eso me acuerdo. Además de pensar en la carrocería también es fácil de refrescar esa lista de pensamientos ligados por las cosas que pasaron, como el hecho de haberme dado cuenta de lo fanática que puede llegar a ser ese tipo de chicas por alguien o algo, y lo fastidioso que puede volverse un tranquilo viernes de carrera relax obligada.
    Poco puedo recordar en estos momentos los detalles prescritos que se mencionan normalmente en las películas o en los libros populares, como cuál era el color de la blusa que Laura llevaba esa tarde o cuál había sido el principal motivo de encerrarnos en el automóvil con el pleno sol vespertino, quemándonos la coronilla sin que nos asoleáramos directamente. Sin embargo, me acuerdo de Tim Bowness y esa delicada melodía que escuchábamos cuando comenzó la disputa.
    Dicen que hay que recordar los buenos momentos de las relaciones pasadas, sin enfocarse en todos los problemas y las chingaderas que siempre pasan, pero eso no siempre es lo mío, y mucho menos cuando se trata de recordar a Laura, no señor. Esto último no quiere decir que con ella todo fue horrible y grotesco, sino que los malentendidos y las discusiones llegaban en momentos exactos en que la trivialidad podía ampliarse demasiado y lo subjetivo explotaba para terminar siendo una lluvia de tontas reclamaciones y sandeces al por mayor.  Algo infantil para un sólo verano.
    Aquella tarde era una de esas. El simple hecho de tenerla ahí, sentada, sin decir una palabra y refugiándose bajo esas enormes gafas de sol indicaba que en cualquier instante la chispa estallaría. Me lo decía toda ella, con esa franqueza de no tener que empezar el drama con preguntas directas sino con las caricias en la entrepierna, con frágiles besos en los brazos y con esas extrañas exhalaciones que hacía antes de empezar su típico desinterés, como si sacara poco a poco su alma momentáneamente para no endemoniarla demás.
    Iba conduciendo con cuidado, acelerando un poco más cada cierto tiempo, eso lo recuerdo. Íbamos cerca del sombrero de Santiago cuando Laura, tarareando a breves susurros Schoolyard Ghosts, comenzó a pasar sus labios por mi brazo derecho, dejando un delgado hilo de saliva que desaparecía, confundiéndose entre el calor de su aliento y los 37° de la resolana.  Ese fue el principio de este recuerdo, ya que todo lo demás osciló entre gritos insultantes y golpes que llegaban hasta mi rostro de un momento a otro. Haciendo un recuento de los hechos, he logrado carcajearme por las condiciones que obligaron a Laura a golpearme, digo, viéndolo ahora, después de algunos años a la par que me topo mi inconfundible  viejo auto en el estacionamiento de un conocido centro comercial, no puedo ver explicación prudente de toda esa ola de ira hacia mí.
    Ella no conocía a Bowness en lo absoluto cuando nos conocimos en la facultad. Habían sido las tardes en mi alcoba las culpables de ese extraño fanatismo que logró hacerse en pocos días. Iba y regresaba a casa con mis discos, emulando una necesidad de entendimiento y de conversación que nos ocupara después del sexo, lo cual, admito, había estado bien, pero que en una o dos semanas se había agigantado hasta el hastío, a tal grado de orillarme a dejar del lado al pobre Tim. Suelo ser celoso con ese tipo de cosas, pero la verdad es que la belleza de Laura había hecho que se engendrara en mí una especie de ceguera momentánea ante las frases de su alabado cantante y mi percepción de sus caderas: un hechizo fatal.
    En la escena que aún tengo en la mente, después de haber pasado delicadamente su lengua por mi brazo, se había incorporado de nuevo a su asiento. Carraspeaba para llamar mi atención a lo que, tras algunos baches que habían meneado un poco la estabilidad de mi coche, se había puesto a llorar. No supe cómo reaccionar, lo acepto. Era un sentimiento de desdicha, recordándome el montón de risas que habíamos compartido días antes del cierre de ciclo escolar y la borrachera en donde le pedí fuera mi novia. Algo pasaba, algo que yo no había percibido en ese instante y que me bloqueaba a actuar. El llanto aumentaba y la posibilidad de que Laura estallara iba paralelo a ello, advirtiéndome de un hecho que se desbordaría de un segundo a otro.
    Nuevamente insisto: no recuerdo el color de su blusa, ni el short que llevaba en aquella tarde, pero claramente logro memorizar que hubo un lapso en el que mi agobiante impotencia me obligó a recalcarle mi molestia por su nuevo fanatismo. «Me caga que mames a Tim Bowness», había sentenciado mientras conducía a unos ciento veinte kilómetros por hora, con la mano izquierda bien apretada al volante y la derecha yendo a reacción hasta la entrepierna de la lacrimosa chica.  Después vinieron los insultos, la ola de putazos y la pérdida del control al manejar. Si no recuerdo sus gritos es por la secuencia de escenas que cruzaron mi vista en las siguientes milésimas de segundo: al auto derrapando en una pequeña curva, los puños de Laura todavía alcanzando mi jeta y cómo terminamos ensartándonos en un poste de concreto de la comisión federal de electricidad.
    Tras el accidente, pasé el resto del verano en el mismo hospital de mi infancia. Ya de regreso en la facultad pregunté por Laura, pero nadie sabía de ella, hasta que nuestro tutor, después de un mes iniciadas las clases, me comentó que Laura había pedido el intercambió para la facultad de Físico-Matemáticas y ya nunca volví a saber de ella.
    En fin, la quise y me aburrió ese mismo verano, como nunca nadie lo había hecho y ahora, tras siete años del accidente, vuelvo a escuchar la buena música que ha estado haciendo Tim Bowness en todo este tiempo que lo dejé de lado, todo este tiempo que olvidé por completo las pendejadas que alguna vez hice junto a mi querida Laura.

    

domingo, 20 de abril de 2014

Le recomendé dos libros

    Antes de que esa mujer llegara a mi vida mi hogar era un templo. Me doy cuenta de ello precisamente ahora, mientras la observo terminando el trabajo pendiente que se trajo de la oficina y me orilla a bajar el volumen de mi estéreo, cada que me voltea a ver con esa mirada furtiva que apenas voy conociendo.
    Yo no tengo la culpa de que sea una oficinista huevona que no cumple con sus labores durante la jornada o que, peor aún, tenga esa cara tan fea que la obliga a doblar el trabajo para que su jefe le aumente el sueldo y, lo peor, sin resultado alguno a pesar de tanto pinche esfuerzo.
    Mis viernes y lo digo con un orgullo adolescente los he dedicado desde siempre a escuchar música mientras el alcohol me va reconfortando en mi sillón; es uno de los pocos rituales que mantengo y no estoy dispuesto a cambiarlo, se lo advertí cuando se mudó a aquí hace un par meses. ¿Cómo pude haber hecho esto? ¿Cómo es que fui a emborracharme tanto durante aquella velada, cuando le pedí que viviera conmigo, cómo? Todavía no lo recuerdo y la verdad es que ya ni me esfuerzo en hacerlo, más bien me mantengo constante es esa elección, como quién apuesta al caballo que ha estado trabajando por años y repentinamente pierde  el boleto mayor: apuestas propias que me han ido jodiendo toda la vida.
    A veces creo que el tequila y la marihuana ya no son una combinación apta para mi cuerpo, digo, hubo tiempos mejores en dónde vomitar era la hermosa y nauseabunda solución, pero ahora, ahora no logro entender por qué se me olvidan tantas cosas después de una noche como esa. A decir verdad, Erika no es tan fea: exageraba. Lo que realmente la hace lucir así es esa pesada manera de decir y hacer las cosas, la ridícula forma en que se queja de su trabajo y la pinta de perra desahuciada que tanto se esmera en forjarse. Todavía tengo muchas teorías al respecto de esto último, pero no me he atrevido preguntar concretamente.

    Aquella noche, por ejemplo, no lucía así. Llevaba el cabello recogido con una simple coleta y un abrigo viejo que le daba un cierto aire de conformismo superficial, como si en el fondo intentara verse opacada por la presencia que desbordaba su acompañante, Sara, la novia de Genaro: un viejo amigo que todavía se esmera en conseguirme algunas mujeres para pasar mis viernes y que tanto ha fallado.
    Juro que en ese instante me vi cada vez más lejos de mi música como nunca antes y peor aún, de las dos botellas de Chivas que había comprado días atrás: un error desmesurado que se medía frente a una cita doble de treintones que poco tienen que hacer en un bar de moda. Pensaba en ello, en todo ese mar de circunstancias que oscilan a ocurrir mientras ellas dos iban llegando, saludando brevemente con sonrisas dibujadas en medio de esos rostros opacos en donde torno la mirada, mientras mi amigo recibe a besos a su despampanante mujer y a la vez, me presenta a la susodicha: el reemplazo de mi bonita velada.
        Estábamos ya los cuatro en la mesa cuando Genaro empezó a introducirme hacia Erika como un hombre extraordinario, uno de esos hombresillos que van creando su vida a pesar de la larga lista de inconvenientes que se han atravesado, siempre saliendo golpeado con una sonrisa de bufón satisfecho por su cometido. Parecía animada a pesar de su jeta de mal parida, lo cual me parecía un tanto divertido, es decir, era la primera vez que mi amigo hablaba así de mí y eso me preocupaba ya que, si algo tenía ese cabrón de Genaro era una franqueza seca con la que, en ocasiones anteriores, había logrado espantar a sus propias amigas hablándoles mal de mí antes de que yo dijera una sola palabra. Después me enteré por él mismo que había sido idea de Sara el cambiar de estrategia.
    Hablábamos los cuatro, casi siempre la pareja, en menor medida  participaba yo y Erika, como si se hubiese sentado en una silla con cuatro desconocidos extranjeros, sólo asentía y sonreía a la par. Por mi parte sentía las miradas de las pequeñas nuevas veinteañeras escaneándonos como maleza entre un bello jardín. Volteaban de vez en cuando entre susurros y flashes cegadores que disparan a diestra y siniestra, deslumbrando mis gafas cada que intentaba ver los pálidos senos de mi nueva acompañante y terminaba por formar gesticulaciones fofas después de los inteligentes comentarios que Genaro y Sara iban discutiendo.
    Ya entradas las copas, Sara y Genaro se pararon a bailar, como de costumbre, lo cual nos orilló a Erika y a mí a salir a fumar . Ellos parecían divertirse mientras todos esos mocosos parecían reír de sus antiguos bailes de moda: eran el centro de atención del bar y también nuestra hermosa oportunidad de huir. Entonces, entre el bullicio que se acercaba lentamente hacia mis desubicados amigos, salimos apresurados y la mujer sacó dos pequeños cigarrillos de marihuana mientras mi Dunhill ya despedía sus primeras bocanadas. No preguntó si me apetecía, lo recuerdo. Más bien, había prendido uno para después colocármelo entre los labios mientas aplastaba mi tabaco con la suela se su zapato. Creo que en ese momento estuve a punto de romperle la cara, digo, al menos lo pensé, pero después lo deje pasar mientras iba pensando en cómo una mujer como ella casualmente llega y te invita a drogarte sin decir una sola palabra. Optó por encaminarme hacia mi auto, sin hablar al momento de que me encontraba degustando del olor característico de la hierba al arder.
    Consumimos los dos cigarrillos casi sin intercambiar palabras. Nos habíamos recargado sobre mi coche, el cual estaba a dos cuadras del bar, en una calle en la que el alumbrado mercurial dejaba mucho que desear y se acomodaba para la situación en la que Erika me había metido. En aquel instante, ya perdido entre dos reacciones de tos y un cierto tipo de atracción sobre la mujer, recordé una botella que tenía en la guantera, un tequila barato que guardaba para alguna aburrida ocasión y decidí decirle. Tanto el silencio como el porro que había fumado me orillaron a invitarla a tomar dentro del auto a lo que ella respondió cerrando forzadamente los ojos.
    Recuerdo que tomábamos caballitos de un vaso desechable (que procuraba dejar en el pico de la botella) sentados en el asiento trasero. Recuerdo a Gerardo tocando el vidrio de mi auto mientras Sara se caía de borracha detrás de mi amigo. Recuerdo también un interminable loop de música electrónica en mi automóvil mientras conducíamos hacia mi departamento. Recuerdo y no recuerdo y sinceramente de la Erika de aquella noche sólo pretendo acordarme de lo esencial, pues de los otros flashazos que tengo no logro entender cómo es que terminé pidiéndole que se mudara conmigo.
     Si de algo sé que hablamos un buen rato fue de libros. Generalmente no suele ser mi fuerte ni uno de mis temas recurrentes de conversación, pero comenzó a citar algunos ejemplos de personajes literarios que tengo muy presentes y lo notó. Fue muy similar al control mental y parecía sobrellevarlo muy bien, cosa que deje pasar mientras tuviera algo de marihuana quemándose en mis dedos. A fin de cuentas, fuimos bebiendo de esa botella y resultó que la no-tan-fea mujer llevaba más porros en el bolsillo. Según supe después, conduje hasta el supermercado, compramos más tequila y bailamos en mi sala, ya cuando comenzaba a verse nublada la atmósfera de la amargura, disfrazada y ambientada por una escena llena de cortes y repeticiones.


    De lo siguiente no logro acordarme nada: no supe cómo es que mi coche terminó con el retrovisor derecho destrozado, cómo es que sus bragas terminaron colgadas en mi regadera al despertarme en la mañana y tampoco llegué a saber, a ciencia cierta, por qué Gerardo me había mandado un mensaje de texto con un «chingas a tu madre» a las tres de la madrugada. Con respecto a Erika y la incógnita de cómo es que esa mujer acabó viviendo conmigo, al parecer le recomendé dos libros y me agradeció con una buena cogida o, al menos, eso me dijo tres días después del viernes del bar, mientras el taxista le ayudaba a bajar sus maletas de la cajuela y me miraba de frente en la puerta de mi humilde estancia, prometiendo contarme todo ahora que viviéramos juntos. 



martes, 1 de abril de 2014

El amor son mocos en este pañuelo

     Si nuestra relación hubiese sido igual de breve como nuestro primer encuentro, otra sería la historia. Me lo digo ahora, mientras llego, por mera coincidencia, al restaurante en donde nos conocimos y pido el mismo pan con café que ordené aquella tarde.
    (El ambiente del lugar es una de las principales atracciones. Uno puede llegar ahí y quedarse por horas sin importar la calidad de los alimentos, ya que desde sus grandes ventanales se puede tener una vista panorámica que otros lugares envidian, dando al consumidor un confort de voyeur que paga para cometer su pecado. Afortunados son los clientes que llegan más allá de la simple taza café y ordenan comida de la cafetería, siendo ésta un exquisito gourmet en sencillos platillos, así como el café es, sin duda, el mejor de la zona: entrar ahí sigue siendo una de las cosas por las que me gusta esta ciudad. Tengo en mis recuerdos un registro muy detallado de decenas de charlas, cenas entre viejos colegas, romances de miradas fortuitas que duraban minutos y tardes solitarias en donde he optado por refugiarme en algún libro a plena tranquilidad).
    Habiendo notado esta inoportuna situación, al observar a una mujer de unos veintitantos años leer un libro con ansiosa desesperación, el recuerdo de ti llega a mí cabeza y me descubre como actor de una escena ya vivida: una muy particular. No puede ser otra más que la del día en que te conocí. La sorpresa entonces llega y me dibuja una sonrisa, obligándome a observar la delicada silueta femenina; donde los cabellos caen hasta tocar las blancas hojas de papel y, los zapatos, son tan altos como la maleta al lado de sus pies. «¿Cuánto tiempo ya desde nuestro primer encuentro?», me digo al momento en que el cansado mesero se acerca y coloca la orden para retirarse, y detrás de mí, una pareja discute los rebasados gastos en la tarjeta de crédito de los últimos tres meses de la mujer. Sinceramente, nunca creí conocer a alguien tan importante para mí en un lugar tan común y corriente, sitio donde cientos de personas entran y salen a toda hora y lo que menos parece existir, en ellos, es el amor.
    La forma en que su dedo medio iba de la mesa a la boca me trasladaba a un ambiente ambiguo, una reproducción del recuerdo claro que me guardo de ti. Y luego, el dedo yendo de la boca hacia el libro: parecía haber sido ensayado innumerables ocasiones, como si aquella mujer imitara tus movimientos para su reproducción en alguna pantalla al mundo; una muestra de la adorable atracción que surgía de tus actos más casuales que a tantos llamaba la atención y a pocos había embrutecido teniéndome a mí como el número uno de tus incontables enamoradizos. Si la hubieras visto te asustarías más de lo que ahora recuerdo haber sentido al percatarme, por no decir que entrarías en un shock de aquellos.
    Notó que la miraba cuando levantó al fin su vista para beber del café. Como un tipo que ya sabe lo que sigue y saca provecho de las ventajas que dejan los años, sonreí con gusto mientras me respondía de manera muy forzada: emulando la torpeza de tus sonrisas y dejando ver unos dientes chuecos y amarillos, que imitaban la desproporción que poseías antes de tu tratamiento. Uno puede saber qué es lo que sucederá a continuación: el voltearse hacia otro lado para dar por terminado el primer contacto visual, observar rápidamente el panorama que se extiende a través de todo el lugar y que poco me he limitado a apreciar, darse cuenta de que entre toda esa escena del entorno urbano y la cálida tarde que nos tiene dentro de una cafetería, no es más que un ordinario set de filmación de la larga proyección de nuestras vidas. Sin embargo, poco se puede ignorar el aumento de la temperatura corporal que aparece al obtener una pequeña emoción como esa, haciéndome pensar que, en ese momento, puede significar algo bueno qué rescatar de todo el conjunto de hechos que se van en lo que el día va transcurriendo.
    Ella se acercó hacia mí amablemente y le invité a tomar asiento. Al estrechar su mano no pude evitar sentir la delicadez nerviosa que dejaba percibir en su pulso, regalándome la virtud de permiso para ese montón de pensamientos que surgirían de dicho acto: una entrega de algo íntimo que sólo yo podía apreciar en ese instante. Al parecer, el lapso de tiempo del saludo se extendió demasiado para que me pidiera soltarla, a lo cual reaccioné vergonzoso y arrepentido de dejar relucir mi búsqueda de ti en las manos de otra mujer. Algo típico para un hombre maduro como yo. Sería mentira decir que hablé más de mí que de costumbre, lo cual admito cuando terceros me lo hacen saber pero, en esta ocasión, era ella quien hacia las preguntas que llegaban hasta mis oídos como una entrevista pretenciosa, una serie de cuestiones que incomoda de relatar a extraños pero que, con el encanto de esa mujer, poco pude resistir.
    Observamos el sol que caía tras la ventana en el primer silencio que tuvimos. Tras una larga serie de preguntas, encontramos un momento para respirar un poco: ella acomodando el separador de su libro de una manera obsesiva y correcta, y yo siguiendo a las personas de afuera con la mirada, mientras sentía al calor del café cayendo por la garganta y viendo de reojo los movimientos que la fémina iba haciendo. La encontraba atractiva, al menos lo suficiente como para tenerme fingiendo interés en las oscilaciones de los árboles base al viento.
    (Una de las paredes de la cafetería se encuentra adornada por unos veinte cuadros pequeños. En ellos hay fotografías de parejas que habían pasado a ser clientes frecuentes y amigos del dueño, Carlos Tamés: un hombre ridículo que enviudó a los dos meses de abrir su negocio y se había obsesionado con fotografiar hombres y mujeres que pasaban sus tardes en compañía de un café. Los nuevos visitantes, no paran de curiosear al preguntarse quiénes serán esas personas, a lo cual Carlos se acerca y les comenta la temática. Los clientes frecuentes ya conocen la historia, siendo que, la mayoría, nos encontramos retratados en una vieja pared con personas que ya hemos dejado hace mucho tiempo).
    Cuando hubo terminado el silencio entre los dos, ella escribió una frase en el pañuelo que se encontraba debajo de su café, del cual, no pude distinguir el mensaje. Lo guardó dentro de su puño izquierdo y entonces preguntó por cosas banales que respondí con un sorpresivo gusto inherente de la situación. Ambos lo pude sentir en mis mejillas y verlo en su discreto rostro adquirimos un semblante espontáneo, lleno de arbitrariedad bajo los efectos de lo inverosímil en que se hubo tornado nuestra supuesta conversación. Reparaba en sus labios temblorosos al tiempo en que se reía, comparando las ondas de sus tontas carcajadas con el vaivén del viento que pasaba en el exterior, revoloteando así los cabellos de la gente que pasaba. Tenía en frente de mí a alguien que me recordaba toda tu pinche persona y no sabía hasta dónde íbamos a llegar.
     De un momento a otro, sus ojos se fijaron en los míos y me anunció su retirada. El despido fue algo que bien pudo compararse con un «hasta luego» de algún familiar, un «nos vemos» clásico entre amistades y un «hasta mañan de viejos y aburridos amantes, donde el acto mismo no es nada más que hábito y, por ende, poco debería importar. El beso en la mejilla se esfumó entre el ruido del lugar y al fin el pañuelo llegó hasta mi. Sus pasos se iban alejando con apuro y su figura se extinguía entre el tumulto que abarrotaba la cafetería, todo mientras en mis manos desarrugaba el pañuelo y leía una frase donde el punto final del encuentro era exacto: «el amor son mocos en este pañuelo».
    A diferencia de esta ocasión, en nuestro primer encuentro teníamos unas lluvias torrenciales de septiembre invadiendo la ciudad, producto de un huracán en las costas del Golfo de México. Por esa razón, el negocio del viejo Carlos se quedó sin luz eléctrica por un momento, siendo nosotros las únicas dos personas que no observaban el chubasco por las ventanas: nos habíamos cubierto de una total oscuridad que nos impedía seguir mirándonos de lejos. La seducción fue cada vez más palpable, orillándonos a la aproximación repentina.        Había terminado mi segunda taza cuando, bajo el brillo de un relámpago, aparecías frente a mí, tornada de un azul blanquecino, colocando a golpe seco en la mesa el enorme café que tomabas, mientras con la otra mano sujetabas el libro y me saludabas como a un viejo amigo. Lo vuelvo a repetir: nunca creí conocer a alguien tan importante para mí de esa manera. Demasiado casual para notar algún posible «más allá» que no fuera preguntar por la hora o por fuego para el tabaco.
    La lluvia duró lo que duró la charla. Te cambié tu café por mis cigarrillos y comimos el pan que me quedaba. Salimos juntos hasta que nuestros caminos tuvieron que separarse y prometí llamarte el fin de semana. Todo había sido breve, muy corto, casi fugaz, más sin embargo, decidí llamarte aquel viernes donde todo cambió. Al final, terminamos durando demasiado tiempo en un noviazgo forzoso y obstinado, casi tanto como para odiar el haber creído en el amor de cafetería.



lunes, 24 de marzo de 2014

Canarios

    Había decidido despertarme temprano aquel domingo sólo para saludar a mis padres. Hacía semanas que no lograba mantener una charla con ellos y comenzaba a extrañarlos un poco.
    Por aquel entonces llevaba una vida un tanto apretada: con un trabajo que me exigía entre diez y doce horas de jornadas laborales y una mujer que me seguía y me brindaba el calor de su cuerpo al caer la noche. Eran pocos los días en que regresaba a casa, casi siempre era por las mañanas y la visita consistía en una ducha y dejar ropa sucia para tomar unas cuantas prendas limpias. Acarrear calzones limpios en la mochila había sido un acto insistente de un exceso de vanidad que me permitía hacer cada que fuese necesario.  
    Recuerdo esa mañana, el cómo bajé de mi habitación haciendo un poco de ruido, sin llegar al estruendo, pero con una clara intención de hacerme presente en un hogar en donde, a las siete de la mañana, ya se hace presente el olor de la comida y el café recién preparado. Al entrar por la portezuela hacia la cocina, noté a mi madre actuar como una presencia autómata en un lugar donde nadie comía aún, moviendo los brazos bajo el yugo del ritual mañanero, en una respuesta de cariño hacia el calor del hogar y el brindis del café negro casi hirviendo.
    Siéntate, ahorita te sirvo café dijo mientras se cercioraba de que el agua estuviera ya al punto.
    Pensé en abrazarla, en decirle que me alegraba de verla en aquella mañana, pero pensé en las preguntas que vendrían después de eso y de los cuestionamientos sobre la mujer con la que me quedaba a dormir.
    Al tiempo en que la taza de café negro llegaba a mis manos, un ruido extraño se acercaba desde afuera, desde el porche de la casa, como si alguien hubiera golpeado una de las paredes con el puño bien cerrado. En ese momento yo miraba a mi madre, quien todavía se encontraba de espaldas, sirviendo ya mi desayuno a la par que tarareaba algo que no alcancé a reconocer.
    Ese hombre se niega a envejecer dijo mientras colocaba el plato en mi lugar y me miraba fijamente a los ojos. Tu hermana, por otro lado, se niega a vivir la edad que le toca.
    Deduje que algo pasaba, que había algún lío del cual yo no estaba enterado. El simple hecho de encontrarme solo en la mesa lo decía todo; sólo yo, el sujeto que nunca estaba en casa era el que obtenía el primer bocado y nada parecía estar bien.
    Con la cabeza un tanto agachada y la incertidumbre de lo que pasaba, comencé a comer el desayuno sin preguntar algo en lo absoluto, saboreando el sazón de mi madre y pensando que comparar eso con la horrenda comida que Ángela cocinaba sería un acto puro de traición. De pronto, mi padre pasó por la cocina a pasos largos y se dirigió a la habitación de mi hermana, entrando sin tocar e intercambiando unas palabras de reclamo y molestia que sonaba hasta donde nosotros.
    Hoy iremos con Fernando y Juany, ¿vas a ir? preguntó mi madre, como si tratara de captar mi atención pese a los gritos de mi padre. Habrá varios invitados, seguro Genaro y Alicia estarán, me han preguntado por ti en la última ocasión.
    ¿Qué era lo que estaba pasando y porque trataba de escondérmelo? No lograba recordar desde cuando mi padre gritaba, ni siquiera estaba seguro de haberlo escuchado antes, no de esa manera. Algo pasaba y me comenzaba a irritar, más por el hecho de haber tomado la genial idea de volver a pasar tiempo con ellos, mientras en el trabajo tenía una plena tranquilidad y con Ángela lo único desagradable era, precisamente, su comida.
    Trataré de ir, hoy salgo temprano de trabajar repuse mientras terminaba el último trozo de queso del plato. Ángela irá a ver a su madre y no me interesa conocer en lo absoluto a su familia.
    Antes de que mi madre encontrara las palabras para responder a aquello, mi padre regresó a la cocina y se sentó a mi lado, despeinando mi cabello con su enorme mano y sonriendo hacia sus adentros por su actitud. Noté que llevaba más canas en la barba y que parecía indispuesto a tomar un baño.
    Buenos días, ¿todavía vives por acá? dijo recalcando la sonrisa y mirando las nalgas de mi madre como tratando de recordar algo más que mi presencia.
    Después de decir eso, pasamos en silencio todo el tiempo que tardé en terminar la taza café. Mi padre me miraba de vez en cuando sin decir nada; tampoco le dirigí la palabra y, ambos, nos refugiamos en las imágenes violentas que llegaban desde el televisor y el ruido de los trastes que mamá lavaba discretamente. Era como cualquier domingo antes de todo aquello, antes de mis constantes desapariciones familiares, antes de que mi hermana comenzara a engancharse con la cocaína. Faltaba algo de humor pero era algo que no podía reclamar, porque fue una de las cosas que más extrañaba pero que en ese entonces decidí dejar, junto con todo ese lío de situaciones que nos habían enredado en ese último año.
    Se me murieron dos canarios dijo de la nada mi padre. ¡Pinche madre!
    Nadie respondió nada después de eso, creo que mi madre ya sabía lo que había pasado y yo no tuve ganas de preguntar. Tras haber escuchado eso levanté mi plato y lo dejé a lado de los trastes que mamá lavaría. Le propiné un beso en la mejilla y se ruborizó aclamando por más de esos, mientras me despedía con un te quiero y una orden de ir a la fiesta de esa misma tarde. Sin dirigir una palabra más, salí de la cocina y, en ese momento, mi padre seguía callado, observando aún en su mano el par de aves ya duros y sin nada que volver a cantar.